Al hacer depender la elección de dos de los poderes del estado de una única expresión de la voluntad popular, el diseño del parlamentarismo obliga a los ciudadanos a optar entre dos características igualmente necesarias de todo sistema político: la representatividad de su cámara de representantes, y la gobernabilidad de su gobierno. La elección, que se plantea como ineludible, es sobre la que versan innumerables discusiones sobre las fórmulas electorales que deben permitir la conversión de votos en escaños. Aunque son muchas las soluciones propuestas, algunas capaces incluso de conciliar ambos aspectos, lo cierto es que el error es de planteamiento.
La naturaleza del ejecutivo y del legislativo es muy distinta, por lo que no parece práctico elegirlos en una misma votación, ni se justifica desde la doctrina de separación de poderes. Al primero se le exige dirigir la política de la nación, mientras que al segundo se le encomienda la elaboración de las normas centrales del ordenamiento jurídico, el control político del Gobierno y la aprobación del régimen de ingresos y gastos del Estado.
Mientras que para el primero es necesaria una figura digna de la confianza de la ciudadanía, que cuente con un programa político que desarrollar y ejerza un liderazgo fuerte, capaz de dar soluciones satisfactorias a los imprevistos que se presenten; para el segundo, lo que se necesitan son portavoces de la pluralidad de puntos de vistas existentes en la sociedad, capaces de mantener en jaque al Gobierno y de auditar -y mejorar- el funcionamiento del Estado.
A este segundo conjunto también le corresponde el introducir en la agenda política los asuntos más relevantes para los grupos a los que representan, y plantear alternativas respecto a las iniciativas de otros. Son los encargados de ofrecer a la ciudadanía otras propuestas y otros modelos de gestión con los que comparar los que tenemos, e introducir -con ello- la competición en la política. De ahí la necesidad de cambiar las mayorías artificiales en el parlamento por la representatividad plural.
La competencia produce calidad, también en política
La competencia resulta fundamental para la democracia, porque es la que aumenta el nivel de autoexigencia de los políticos y la calidad de las ofertas que se formulan. Sin competencia ni alternativas no hay incentivos para mejorar ni para participar, solo mediocridad y desapego. Por eso, sacrificar la representatividad en aras de la Gobernabilidad es suicida, sobre todo habiéndose «superado» la Transición, momento en el que esta medida sí estuvo justificada.
Una vez consolidado el parlamentarismo en España, ya no es necesario mantener un sistema que altera la formación y manifestación de la voluntad popular al imponer altos costes y barreras de entrada a potenciales alternativas. Desgraciadamente, tanto el PSOE como el PP coinciden en la necesidad de perpetuar un sistema tan disfuncional para mantener el status quo, y proteger su duopolio del poder excluyendo a la competencia, y petrificando el sistema de partidos políticos.
Parece claro que el sistema de representación cada vez satisface menos las demandas de quienes lo sustentan, por lo que -de continuar ampliándose la brecha entre representantes y representados- acabará quebrando: siendo desmantelado por la fuerza, o desplegando la suya para reprimir y castigar a quienes lo amenazan, que cada día somos más. Que este pasado diciembre «la clase política y los partidos políticos» fueran percibidos como el tercer problema de los Españoles (p. 5), por encima de la inmigración o el terrorismo por enésimo mes consecutivo; o que 2/3 de los encuestados en noviembre estuvieran poco o nada satisfechos con el funcionamiento del Parlamento (p. 18) y el 60% opine que «en las Cortes se presta demasiada atención a problemas de poca importancia, en vez de discutir los problemas fundamentales del país» (p. 17) da una idea del desacoplamiento que se está produciendo entre las aspiraciones de los españoles y las prioridades de los políticos.
Como ciudadano, mi máxima prioridad política es obtener los mejores resultados posibles de mi voto y mis impuestos; algo que el sistema electoral español no me permite por su clara disfuncionalidad en términos de representatitividad, que -a su vez- genera también disfunciones en términos de competitividad. Por tanto, congratularse por «la estabilidad y la gobernabilidad» que proporciona nuestro sistema electoral es no comprender el precio que se paga para conseguirla, ni saber que puede obtenerse por otros medios.
Así es: representatividad y gobernabilidad son compatibles. Bastaría combinar la elección directa del Presidente del Gobierno con un sistema electoral plenamente proporcional para garantizar la estabilidad del sistema político, habida cuenta de que el Presidente sería investido por el voto de los ciudadanos y, en un Parlamento fragmentado, difícilmente podría prosperar una moción de censura constructiva. Sería necesario, no obstante, realizar algunos cambios para facilitar al Gobierno el proceso legislativo[¹], habida cuenta de que el aumento de la representatividad dificultaría la construcción de mayorías.
En un sistema como el propuesto, las mayorías artificiales basadas en el sistema electoral y la disciplina de partido darían paso a mayorías basadas en el consenso, sin producir por ello inestabilidad gubernamental. No obstante, el cambi probablemente generaría cierta parálisis legislativa hasta que los supervivientes del proceso de reconversión interiorizaran las nuevas condiciones en las que deberán realizar su trabajo: menos leyes, más consensuadas, más duraderas, y sólo las necesarias.
En efecto, la fragmentación permitirá -creo yo- contener la proliferación legislativa, y obligaría a realizar una política más constructiva y orientada a la ciudadanía. Nos ahorraríamos confusiones como las de Arsenio Fernández de Mesa al afirmar que «el PP representa a la mitad de los españoles«, cuando sólo le votaron un tercio de los que tenían derecho a voto (que son sólo casi dos millones más de los que se abstuvieron).
A estas medidas podrían sumarse otras como sustituir la propaganda electoral por el envío de un folleto en el que cada candidatura disponga del mismo espacio para comunicar su programa electoral, la posibilidad de presentar listas incompletas (a riesgo de que otras formaciones ocupen los escaños si faltaran candidatos), eliminación del umbral de porcentaje mínimo de votos para ser incluido en el recuento (especialmente en aquellas circunscripciones en las que un escaño representa, sobre el total, un porcentaje por debajo de la barrera electoral), el aumento del número de escaños del Congreso a 400, o la selección de los candidatos de cada lista (y su orden) directamente por los afiliados al partido en cada circunscripción.
Con estas, y otras propuestas, es posible construir un sistema político altamente competitivo y flexible, en beneficio del ciudadano. Sólo hace falta que, quienes pueden hacerlo, voten para alejar del poder a las viejas elites dirigentes y sustituirlas por personas sin intereses creados, dispuestas a llevarlas a cabo. Líderes más adecuados a los tiempos que corren, y conscientes tanto de que no deben morder la mano que les da de comer, ni criminalizar a la población por no compartir su anquilosada visión de la realidad, como de que la sociedad española no es ni roja ni azul: hay una amplia gama de colores, y su proporción varía según el tema.
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[¹] ↑ Por ejemplo, aumentando la vigencia temporal de los decretos leyes antes de su convalidación.
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