La civilización humana avanza a partir de la universalización de determinadas expectativas sobre cómo tienen que ser las cosas, hasta el punto de que ya nadie discute su necesidad y, cuando no se cumplen esos mínimos, todo el mundo siente la urgencia de hacer algo al respecto.
Son cuestiones que trascienden nuestras diferencias. Hasta las personas más distintas a nosotros quieren que los alimentos que tomamos sean seguros, que al abrir el grifo salga agua potable, que las calles y carreteras se puedan transitar sin peligro, que las construcciones resistan el paso del tiempo, que las partes cumplan sus acuerdos según lo pactado o que si nos pasa algo, recibamos algún tipo de socorro.
Hoy nos encontramos en los albores de añadir una cosa más a esa larga lista de cuestiones de sentido común. Cada vez somos más los que consideramos inaceptable que los políticos cambien de opinión una vez elegidos, utilicen sus cargos públicos para enriquecerse, coloquen a sus acólitos por todas partes con sueldazos a nuestra costa y sin la más mínima formación, que malgasten el dinero público pagando precios inflados o comprando cosas superfluas cuando otras, más necesarias, siguen faltando, y -en definitiva- que hagan lo que quieran -o lo que les digan los poderes fácticos- ignorando la voluntad de sus electores sin que sea posible pedirles responsabilidades o hacerles rendir cuentas por ninguna de estas cosas.
Cada día somos más los que estamos de acuerdo en que es necesario hacer algo para acabar con esta forma de hacer política. Es necesario que la sociedad civil defina ciertas líneas rojas y las haga respetar. Es necesario poner el poder político al servicio de la ciudadanía, de la sociedad, de la Nación. Es necesaria una Constitución que ponga límites a los políticos y someta al Estado a la voluntad de los españoles, porque está claro que la que se supone que tenemos no sirve para eso. ¿Pero cómo lo hacemos?
A los demócratas no nos basta con políticos dignos de confianza, si es que tal cosa existe. Los demócratas queremos garantías de que nadie pueda abusar del poder que ostenta, e instituciones capaces de neutralizar los peores defectos de la condición humana y ponerlos al servicio de la voluntad de la mayoría y de la protección de los derechos de todos.
Por desgracia, a los políticos le va muy bien con el sistema actual. No sienten nuestra urgente necesidad de hacer cambios porque los problemas que nos preocupan son exactamente los que les permite llevar su modo de vida privilegiado. Y es un problema, porque en teoría ellos son los únicos que podrían hacer los cambios que exigimos… renunciando a sus privilegios.
Por suerte, existe la vía civil hacia la democracia, al margen del Estado y de los partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación y otras organizaciones financiada con dinero estatal. Este camino civil hacia la democracia empieza con la abstención activa, la desobediencia civil, la conquista de la hegemonía cultural y la deslegitimación de la partitocracia… y, con suerte, termina, en una República Constitucional con una sociedad civil perpetuamente vigilante. ¿Pero qué pasa entre medias? ¿Cómo se desmantela la oligarquía de partidos y se elabora esa primera Constitución, digna de tal nombre?
El objetivo del proceso constituyente civil es despojar a las oligarquías políticas de su poder sobre el Estado y devolvérselo a la Nación. Por tanto, no serán estas oligarquías, representadas hoy en las Cortes, quienes elaboren la futura Constitución. Los poderes constituidos no son el lugar adecuado para dicha tarea.
Ni la forma de elección de sus integrantes ni su funcionamiento interno son apropiados para decidir la futura organización y forma de funcionamiento del Estado. Máxime cuando las personas que allí se sientan tienen un claro conflicto de intereses: ocupan un cargo porque han sido cooptadas por las oligarquías y han jurado lealtad al régimen político actual, del que son unos de los principales beneficiarios.
Entonces, ¿de dónde va a salir esa Constitución digna de tal nombre y que tanto queremos algunos? Y, sobre todo, ¿cómo se va a convertir en la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico?
Si la Constitución debe servir para poner al Estado al servicio de la Nación y preservar la libertad de todos, su elaboración sólo puede encargarse a una Asamblea Constituyente que reúna a los representantes de la Nación y opere al margen del Estado. Por su misión, esta Asamblea Constituyente no puede ser un órgano del Estado ni puede financiarse con dinero estatal ni tiene atribuidas competencias o poder alguno más allá del mandato de elaborar un texto constitucional, y las que le confieran los allí representados a sus representantes.
Está Asamblea Constituyente sólo puede surgir del asociacionismo civil y existirá a pesar del Estado, para ponerle límites e instaurar las garantías de la libertad de todos. Con el aval de -al menos- 50.001 electores (que es la mayoría absoluta del distrito electoral), cualquier persona estará invitada a participar en los trabajos de la Asamblea Constituyente como miembro de pleno derecho.
Obviamente, el Estado no va a aceptar los límites que la Nación quiere imponerle, sólo los aceptará cuando no quede más remedio. El texto que elabore esa Asamblea Constituyente será letra muerta hasta el día en que la sociedad civil lo dote de vida. Por eso, el primer paso en este camino es despertar la fuerza que reside en nosotros:
Denunciad la gran mentira de que vivimos en una democracia cuando está claro que el «demos» aquí no tiene «cracia». Convenced a vuestros vecinos de que otra forma de hacer política es posible, que el Estado existe para servirnos… no para imponernos su voluntad y, sobre todo, volveos ingobernables. Hasta el punto de que la potencia de la sociedad civil eclipse el poder de los partidos políticos, desborde las estructuras del Estado y las transforme invirtiendo las relaciones de poder. Solo entonces, cuando la desobediencia civil pacífica paralice el país de forma indefinida los poderes constituidos y la oligarquía política aceptarán lo que es evidente: Que la Nación ha hablado y que es soberana.
Si a principios del siglo XIX el alcalde de una humilde villa inició el levantamiento contra el ejército invasor francés, y no cejamos hasta expulsar de nuestro país a la mayor potencia militar de aquella época, a principios del siglo XXI nos toca a nosotros, los demócratas, hacer un nuevo llamamiento a la siguiente generación de héroes de España para realizar una nueva gesta popular y expulsar pacíficamente al invasor que nos declaró la guerra hace 45 años y que ha corrompido todas las instituciones del Estado para instrumentalizaras con fines espurios.
Basta ya de políticos dispuestos a vender o destruir España con tal de aferrarse al poder. Difundid las ideas de la libertad política colectiva. Que se escuche nuestro discurso. Asociaos con vuestros iguales. Construid vuestros distritos. Encontrad representantes capaces de plasmar los fundamentos de la democracia en una Constitución, avaladlos y enviarlos a la Asamblea Constituyente con un mandato claro, y, sobretodo, preparaos para hacer los sacrificios necesarios para ganarle este pulso a la oligarquía que nos gobierna… porque la lucha va a ser larga, y sólo terminará cuando uno de los bandos se rinda. Y no vamos a ser nosotros.
Tenemos toda la vida para seguir discutiendo sobre las mil cosas que nos separan, pero creo que ya hace tiempo que deberíamos haber establecido unos mínimos de sentido común respecto a cómo debe ejercerse el poder político en nuestro país. Tenemos la libertad al alcance de la mano, pues no hay fuerza que prevalezca contra quienes somos leales y valientes, como fuimos, somos y seremos los españoles. Sólos no podemos hacerlo, pero sin ti no es posible lograrlo. Y aquí te estamos esperando.
Por eso, emplazo a todas aquellas personas que tengan la esperanza de vivir libres en democracia a reunirse cada 6 de diciembre en las plazas y parques de toda España para demostrar que, a pesar de sus esfuerzos por dividirnos y enfrentarnos, la Nación española está unida y determinada a obligar al Estado a cumplir los fines que justifican su existencia. No pararemos hasta que este día se convierta en la conmemoración del triunfo de la Nación sobre el Estado.
Larga vida a la Nación española. Vivan la libertad y la democracia. Y fuera los partidos del Estado.
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